lunes, 13 de noviembre de 2017

El día que Einstein confesó su teoría de la felicidad a un mensajero japonés


Einstein le entregó un par de notas improvisadas en forma de agradecimiento.

Einstein tenía 26 años cuando escribió las ideas que pondrían de cabeza al mundo de la física. A través de 5 artículos, el físico –entonces empleado de la Oficina de Patentes en Berna, Suiza– logró revolucionar la ciencia para siempre.


En 1922 y acompañado de un nivel de fama entonces inusitado para un científico, Einstein visitaba Tokio en una serie de conferencias por Japón. Una noche, recibió un llamado a la puerta de su habitación en el Hotel Imperial de Tokio.

4 años atrás, la confirmación de la curvatura de la luz durante el gran eclipse total de 1919 había catapultado el nombre del alemán a la fama entre círculos científicos. Dos años más tarde, su apellido se convertía en sinónimo de genio en la cultura popular luego de obtener el Nobel por su explicación del efecto fotoeléctrico en 1921.

Nada más abrir la puerta, el físico se encontró con un hombre uniformado, que sacó de su bolso un par de cartas y las entregó a su destinatario con la misma insulsez de quien, agobiado de repetir la misma rutina durante años, está absolutamente convencido de que entregar correspondencia puerta por puerta es el camino más distante al éxito.


Siguiendo la costumbre occidental de entregar una pequeña propina por el servicio, el autor de la teoría de la relatividad buscó entre sus bolsillos, pero el mensajero se negó a aceptar la cortesía, de acuerdo a las reglas de civilidad en Japón. Es probable que esto haya provocado un sentimiento de deuda en el físico, quien sorpresivamente dejó esperando al mensajero durante un minuto en la puerta.

Al reaparecer en la entrada de su habitación, Einstein le entregó un par de notas improvisadas en forma de agradecimiento. La primera, una hoja membretada del Hotel Imperial de Tokio, que afirmaba:


«Una vida sencilla y tranquila aporta más alegría que la búsqueda del éxito en un desasosiego constante».

En la segunda nota, Einstein se limitó a expresar: «Donde hay un deseo, hay un camino». Según el actual poseedor de los escritos (un alemán residente de Hamburgo), el físico entregó ambas hojas al mensajero y antes de cerrar la puesta, afirmó con soltura:

Quizá si tienes suerte estas notas acaben siendo mucho más valiosas que una simple propina».

Por supuesto, la reflexión de Einstein no se trata de un postulado científico. En esta ocasión, el científico no trataba de remover los cimientos de la física clásica, ni de superar un escalón más en la comprensión humana del Universo, sino algo apenas más complicado: convencer a aquél mensajero de lo que según el científico más famoso en la historia, es necesario para alcanzar la felicidad y plenitud.

El par de mensajes escritos será subastado este martes en Jerusalén, junto a un paquete que incluye otros escritos personales del alemán, sin mayor relevancia científica, pero que abren la puerta a conocer un poco más de la vida del hombre que cambió la física para siempre.

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