En la Antigüedad, los dioses podían ser tan bondadosos como temperamentales y lo mismo traer bienestar y progreso, que azotar con hambrunas, guerras o sequías a un pueblo desobediente, dejando caer toda la inmundicia del mundo sobre él.
Los castigos más representativos de las deidades estaban íntimamente ligados a fenómenos naturales que manifestaban terrenalmente el enojo de un ser supremo con sus súbditos: terremotos, diluvios, lluvia de fuego o la aparición de plagas furiosas. Tragedias climáticas decididas a llevar a la ruina a una civilización, suplicios clásicos que convergieron en el pensamiento de las culturas antiguas.
El fin último de tales acciones divinas era un castigo ejemplar, para demostrar su poderío y cuán peligroso resultaba dudar de su poder o desobedecer sus órdenes. La mayoría de estos correctivos guiaban irremediablemente hacia un fatal desenlace, como recordatorio de la superioridad con que gobernaban el mundo. Sin embargo, para los dioses griegos la muerte sólo era un obstáculo para provocar un tormento permanente sobre los mortales, semidioses o deidades menores que osaran desobedecerlos.
A través de la creatividad y el miedo, algunos mitos moldearon a una nueva forma de suplicio: el castigo eterno. Se trataba de una modalidad decisiva de martirio que no terminaba con la muerte, la enfermedad o la tragedia, sino que obligaba al condenado a repetir su desgracia una y otra vez hasta la eternidad.
El caso más emblemático es el de Prometeo, un titán que favorecía a los hombres y solía burlarse de Zeus y otras deidades gracias a su astucia e inteligencia. Después de robar el fuego del Olimpo y entregárselo a los humanos, Prometeo fue condenado a un duro suplicio eterno: encadenado a una roca y sin escapatoria, su vientre era desgarrado por un águila hambrienta día tras día, que devoraba su hígado sin piedad. Después del ataque y cuando caía la noche, el órgano de Prometeo se regeneraba para que a la mañana siguiente, el águila volviera de nuevo a desgarrar sus entrañas.
A pesar de que no se sabe con precisión el motivo del suplicio de Sísifo, la mitología rescata la condena que recibió cuando fue encadenado y obligado a empujar cuesta arriba una gigantesca roca que cada que se acercaba a la cima, volvía a caer, haciéndole retroceder y empezar de nuevo hasta el final de los tiempos.
Las Danaides eran un grupo de cincuenta princesas que fueron encontradas culpables por asesinar a sus esposos. A partir de entonces, los dioses ordenaron que pasarían la eternidad realizando labores inútiles y frustrantes en el Inframundo, como intentar llenar cántaros con orificios y vertirlos en una gran tinaja que nunca se llenará.
Sin embargo, algunos de estos suplicios eran para mantener parte del orden cósmico. Tal esel caso de Atlas, un titán que después de perder una guerra fue obligado por Zeus a cargar al mundo sobre sus hombros sin descanso alguno. Otra versión apunta a que Atlas fue engañado por Heracles como venganza de un primer engaño del titán que le pidió detener la Tierra momentáneamente mientras huía. Heracles logró convencerlo de que lo ayudara a sostener el planeta mientras acomodaba su capa, hecho que condujo a Atlas a una eternidad con el peso del mundo a sus espaldas.
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