Probablemente
no exista trabajo más complicado en el Universo que el de un Dios. El
ser humano ha realizado exitosos experimentos en los que trata de emular
las funciones básicas de estos seres; sin embargo, hay algo que hasta
el momento nadie ha sido capaz de hacer: mantener el orden entero del
cosmos. Gracias a su calidad de seres omnipotentes, las deidades
concebidas por cada cultura alrededor del globo tienen diferentes
maneras de realizar esta labor que, sin exagerar, implica un esfuerzo
titánico y todo sólo para proteger a su creación más preciada: la
humanidad.
Esta
particular conducta era bien conocida por los diferentes pueblos incas
de la región andina de América del Sur, personas para las que pocas
cosas eran tan importantes como asegurar la felicidad y estabilidad de
los dioses, con el único fin de que no fueran los hombres quienes
sufrieran las consecuencias de su malestar. Para conocer el estado de
ánimo de sus protectores, estos indígenas interpretaban diferentes
sucesos como señales divinas; la muerte de un emperador o desastres
naturales eran anuncios inconfundibles de un desequilibrio en el orden
del Universo, mismo que debía ser compensado inmediatamente por el bien
de su pueblo.
¿Cómo podría un simple mortal frenar una hecatombe de esta naturaleza que además había sido ordenada por los mismos dioses?
¿Cómo podría un simple mortal frenar una hecatombe de esta naturaleza que además había sido ordenada por los mismos dioses?
Sólo
había una manera: complacerlos a través de los niños, mismos que,
gracias a su pureza, eran los únicos capaces de ver a sus creadores a
los ojos. De todas las direcciones del Imperio inca, llegaban al Cuzco
niños y niñas destinados al ritual capacocha, un sacrificio que tenía
como fin único satisfacer a las entidades divinas, especialmente a los
dios del sol y del rayo.
Meses antes del sacrificio, los niños eran sometidos a dosis diarias de alcohol y hojas de coca, lo cual los mantenía en un aparente estado de paz debido a la intoxicación provocada por estas sustancias. Una vez listos para enfrentarse a su destino, los infantes eran conducidos en línea recta hasta los adoratorios que se encontraban en diferentes puntos de la cordillera de los Andes. Allí, entre frío y alucinaciones, los niños esperaban pacientes la muerte que los acercaría a los dioses para pedir por el bienestar de su pueblo.
Meses antes del sacrificio, los niños eran sometidos a dosis diarias de alcohol y hojas de coca, lo cual los mantenía en un aparente estado de paz debido a la intoxicación provocada por estas sustancias. Una vez listos para enfrentarse a su destino, los infantes eran conducidos en línea recta hasta los adoratorios que se encontraban en diferentes puntos de la cordillera de los Andes. Allí, entre frío y alucinaciones, los niños esperaban pacientes la muerte que los acercaría a los dioses para pedir por el bienestar de su pueblo.
Hasta
el momento los restos mejor conservados del capacocha pertenecen a tres
niños sacrificados hace poco más de 500 años, sus momias encontradas en
en volcán Llullaillaco, Argentina, dejan ver el especial cuidado que
los incas ponían en estos infantes. Por ejemplo, la más famosa de las
momias, conocida como "La Doncella", es una hermosa adolescente a quien
incluso le arreglaron el cabello para que estuviese presentable a la
hora de su muerte. Las otras dos momias pertenecientes a niños de entre 4
y 7 años, también sugieren que no cualquiera era escogido para este
sacrificio, sino que sólo aquellos que contaban con una belleza
incomparable podían ascender hacia los adoratorios.
Gracias a que ninguno de los cuerpos presenta marcas de violencia y debido a las finas prendas y adornos con las que iban ataviados, es posible asegurar que los niños destinados para el capacocha, más que como una ofrenda, eran vistos como verdaderos héroes cuyo designio era interceder por su pueblo ante los dioses. Como un intento inca de mantener el orden cósmico y contar con las bendiciones de los dioses estos niños llegaban para recordarles su labor protectora y amor hacia su pueblo.
Gracias a que ninguno de los cuerpos presenta marcas de violencia y debido a las finas prendas y adornos con las que iban ataviados, es posible asegurar que los niños destinados para el capacocha, más que como una ofrenda, eran vistos como verdaderos héroes cuyo designio era interceder por su pueblo ante los dioses. Como un intento inca de mantener el orden cósmico y contar con las bendiciones de los dioses estos niños llegaban para recordarles su labor protectora y amor hacia su pueblo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario