Como no podía ser de otra manera, la expresión castiza
‘poner los cuernos’ está lejos de ser una invención moderna. Fueron los señores
feudales y su derecho de pernada quienes la acuñaron, al colocar una cornamenta
de ciervo en la casa del marido mientras daban buena cuenta de sus privilegios.
A la mesa, tanto los nobles como los campesinos
destinaban una escudilla o similar para escupir las moscas con que tropezaban
sus paladares. Una práctica rocambolesca, incentivada por la precariedad de la
higiene personal.
Los médicos de la época —que no tenían reparos en prescribir sanguijuelas para la obesidad sostenían que el agua caliente, al abrir los poros de la piel, era el principal transmisor de las infecciones. Tal era el grado de acuafobia, que algunos realizaban su baño anual en seco, con una toalla húmeda.
El mal olor corporal era, por lo tanto, moneda corriente entre los hombrecillos medievales, que enmascaraban la suciedad recurriendo a mil chapuzas, como cambiarse de ropa con regularidad (una vez al mes) o abanicarse continuamente.
Semejantes métodos no eran extraños. A los pelirrojos,
por ejemplo, se les consideraba vástagos de brujos o íncubos, y muchos de ellos
llegaron a ser entregados sistemáticamente a la hoguera. Para prevenir su
aparición, se recomendaba evitar los orgasmos durante la menstruación.
En los cementerios la demanda era descomunal, y muchos
sepultureros llegaron a vaciar ataúdes para dar lugar a los recién llegados.
Gracias a esta práctica desesperada se descubrieron arañazos y otros indicios
de la famosa catalepsia.
Para los sabios del momento la ‘muerte negra’ se debía al
aire, que se había vuelto demasiado rígido. Con el fin de distenderlo, se
resolvió tañer las campanas de todas las iglesias y congregar a la población en
la plaza para gritar y aplaudir…
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